
Mondongo: Argentina
Desde el 15 de abril, 2025
Martes a domingo, 13 a 20 H
Terraza ArtHaus
Hacen lo que siempre han hecho: afirmar la libertad de no ceñirse a ningún lenguaje o estilo, moviéndose por el mundo a través de ideas, ocasiones e imágenes que en ciertos momentos insuflaron energía a sus propias experiencias. Es una actitud que necesitamos más de lo que podemos imaginar en la chabacanería de nuestra vida contemporánea, y algo que yace en el centro de la experiencia que esta serie de imágenes suscita.
Sus versiones de estos paisajes nos apabullan con el tipo de presencia inmediata que ellos mismos deben haber sentido cuando los vieron por primera vez. Me refiero a un sentido del asombro, un sentimiento de pavor, misterio y maravilla ante el mundo. Estos paisajes tienen peso y presencia: nos impactan y nos sorprenden. Están vivos, ocasionalmente se vuelven el hogar de astillas de símbolos y alegorías; son pobres pero indiscutiblemente seductores.
Estos paisajes surgieron de un viaje que Laffitte y Mendanha hicieron durante un fin de semana largo a la estancia de un amigo en Entre Ríos, una provincia rica en recursos no explotados y como su nombre lo indica sujeta a frecuentes inundaciones; los bosques en las orillas del río se inundan y los campos se vuelven prados pantanosos. Como provincia, no ha podido escapar al estancamiento causado por la crisis rural que afecta a gran parte de la economía argentina en la cual más del cuarenta por ciento de la población trabaja en condiciones muy precarias, sin seguridad social y con salarios por debajo del haber mínimo. (…)
Juliana y Manuel tomaron innumerables fotos en este viaje y se sintieron abrumados por el desconcertante drama del paisaje, saturado de agua con el que se encontraron: la fecundidad pútrida, los signos de muerte y renacimiento, la palpable energía sumergida. Había allí una afirmación simple y hasta brutal de la voluntad de supervivencia de la naturaleza, que podía servir también como una metáfora para el espíritu humano: una energía directa e instintiva que poseía una elegancia caótica pero natural. Se sintieron emocionados y curiosos por el resultado de las fotos y poco a poco se encontraron como moscas enredadas en la tela de araña, atrapados y a la vez sin querer escapar (en efecto, les ha tomado varios años hacerlo, ya que la experiencia adquirió un sentido que trascendió la intención original y se volvió una obra vasta y claramente mayor). (…)
Esta extraordinaria serie impacta por su saturación visual: una sobrecarga de imágenes que nos encierra en los ciclos naturales de nacimiento, decadencia y rejuvenecimiento en que la vida resurge de la putrefacción. La belleza de las imágenes se abre paso desde algún tipo de caos primordial y nos deja empantanados, de la misma manera que el paisaje mismo queda sumergido bajo el agua cada año como resultado de las tormentas y crecidas estacionales. Estos paisajes sumergidos parecen exhaustos, pero una miríada de actividades sigue teniendo lugar en ellos. La densa trabazón de troncos y ramas nos atrae y quedamos físicamente atrapados; nuestro movimiento impedido. La escena general nos rodea como una presencia física, junto a un palpable sentido potencialmente visionario que nos fuerza a mirar a través del sotobosque en busca de los misterios de la luz natural. Somos detenidos por los detalles, nos enredamos en los troncos y en las ramas que empujan con fuerza hacia arriba. Sin embargo, en el medio de la tabula rasa, también sentimos las señales de una energía indómita que rechaza cualquier acto de rendición. La naturaleza es hiriente, caótica y apabullante y, al mismo tiempo, sólida, prolífica y versátil. Nos encontramos con un paisaje de raíces expuestas, árboles inclinados por la corriente, trozos de madera dejados por la crecida o arrancados por el viento, senderos entre los árboles abiertos por el hombre y por el agua, hojas sumergidas, troncos cubiertos de moho que indican de dónde viene el viento, explosiones de verde que hablan de nuevos brotes, hojas y pasto en crecimiento. Todo eso, consecuencia de las tormentas que elevan el nivel de los ríos e inundan los campos. Hay escasas referencias humanas, apenas unos restos, rastros, objetos tristes como evidencia dispersa en la escena de un crimen violento. Pocas personas caminan por aquí por placer. Estos cuadros habitan un tiempo olvidado, apenas perturbado por los ritmos de la naturaleza, y profundamente absortos en su propio drama.
Kevin Power
2013/MAMBA (Museo de Arte Moderno de Buenos Aires)/ Buenos Aires, Argentina
2015/ MAXXI (Museo nazionale delle arti del XXI secolo)/ Roma, Italia
2021/ MAR (Museo Provincial de Arte Contemporáneo)/ Mar del Plata, Argentina
2024-25/ MALBA PUERTOS/ Escobar, Argentina

Mondongo: Baptisterio Transformación I
Desde el 15 de abril, 2025
Martes a domingo, 13 a 20 H
Terraza ArtHaus
Conocedor de la teoría del espectro de Newton y de la filosofía aplicada al fenómeno del color de Arthur Schopenhauer, reservó el centro de la estrella para el blanco, suma de todos los colores. Animado por la fe pitagórica, optó por modificar en siete pasos el valor tonal de los doce colores de la estrella con partes exactas de blanco y negro (llevando sus doce puntas a la oscuridad). Por último, enfrentó en sentido axial cada uno de los colores con su complementario: amarillo con violeta; amarillo anaranjado con violeta azulado; naranja con azul; rojo anaranjado con verde azulado; rojo con verde y violeta rojizo con amarillo verdoso.
Lo hizo para evidenciar que los colores complementarios eran el yin y el yang: máximo contraste, total reciprocidad, equilibrio perfecto. Habiendo demostrado empíricamente que el nervio óptico en complicidad con el cerebro lograba, por ejemplo, alucinar a ojos cerrados un cuadrado verde luego de haber estado mirando intensamente un cuadrado rojo en el mundo real, Itten hipotetizó que todo tendía a la satisfacción del equilibrio, a propiciar la ley complementaria. Porque había leído a Wolfgang von Goethe, a Philipp Otto Runge, a Wilhelm von Bezold, a Michel-Eugène Chevreul y a su maestro Adolf Hölzel, pudo arribar sin esfuerzo a una segunda certeza: cada color no es por sí solo, sino por las relaciones que establece con los otros que lo rodean. Siempre pitagórico, ratificó este axioma mediante siete teoremas, que nombró “los siete contrastes del color”: el contraste del propio color, el contraste en claroscuro, el contraste frío-cálido, el contraste complementario, el contraste simultáneo, el contraste cualitativo y el contraste cuantitativo.
Al pedagogo suizo le tomó toda su vida transformar aquellas epifanías de juventud en un tractatus, quizá el más utilizado de todos los tiempos (algo nada desdeñable si nos anoticiamos que compartió su época con otros teóricos y practicantes del color como Josef Albers, Paul Klee y Wassily Kandinsky). El libro se llamó Arte del color y entre sus páginas volvió a incluir su antigua estrella, a la que le sumó un dodecaedro y una esfera de colores. En esta instancia, se atrevió a deslizar algunas reflexiones sobre los sentidos que cada espectador aporta al fenómeno del color a partir de la Nación a la que pertenece, la fe que profesa o los misterios de su alma. Entre ecuaciones matemáticas, atinadas reproducciones de obras de la tradición pictórica universal y cuadrados coloreados demostrando sus teorías, regaló una última certeza (quizá plagiada de aquel pintor ruso al que se le atribuye la invención de la abstracción): el cuadrado es rojo, el triángulo, amarillo, y el círculo, azul.
En 2013, Juliana Laffitte y Manuel Mendanha, iniciadores de un colectivo artístico argentino de nombre “Mondongo”, empezaron a estudiar el color de forma sistemática. Como si el tiempo les perteneciera, a la relectura inicial del capítulo diecisiete del Tratado de la pintura y del paisaje de Leonardo Da Vinci le fueron sumando todo texto alusivo al fenómeno publicado a lo largo y ancho de la historia de la pintura que les cayera en suerte. De a ratos exaltados, de a ratos perplejos, se demoraron frente a fórmulas obtusas, el efecto sobre el raciocinio y el corazón de determinados pigmentos presentes en los cuadros de Grünewald, Turner, los hermanos van Eyck, Tiziano o Rembrandt, las veladuras de una acuarela específica de Xul Solar o el milagro laico de las sombras violetas de un trigal firmado por Van Gogh.
En todos los casos, lo aprendido fue destilado en una serie de cuadernos artesanales tachonados de ilustraciones que se fueron acumulando sobre una esquina de la enorme mesa de trabajo, por el mero placer de dejar asentadas aquellas horas de animada conversación. En febrero de 2020, viajaron a la ciudad de Florencia a investigar el Baptisterio de San Juan. En el equipaje de regreso, trajeron la reedición alemana de 1971 del libro de Itten: no dominaban esa lengua, pero intuían que tampoco la necesitaban. Encerrados nuevamente en el taller, hojearon alternadamente la pila de cuadernos, los flamantes apuntes manuscritos relativos al célebre edificio de la cristiandad florentino y el misterioso volumen de letras extranjeras. Un día, el dodecaedro de Itten les saltó a los ojos, se les apareció en el aire como un objeto tangible, corpóreo: lo vieron crecer y elevarse, altivo como un rascacielos. Como lo había previsto Itten al plantear representaciones tridimensionales de la consabida rueda de los colores, la estrella plana devino finalmente materia, arquitectura… E invadió el taller dejándolos atrapados en su centro a la manera de un aleph.
Apenas recuperados de la visión, Juliana y Manuel dedicaron jornadas enteras a la realización en fibrofácil de una maqueta de la futura obra arquitectónica a la que los obligaba imperiosamente el oficio. La confeccionaron a escala H0 (1: 87) aunque decidieron que su baptisterio, hecho a imagen y semejanza del de Florencia pero originado en las tres representaciones del color incluidas entre las ilustraciones del libro de Itten, habría de ocupar en el mundo unos cuatro metros de altura por cinco de diámetro. Optaron por bautizar la obra en ciernes como “la casita de los colores”, seguramente para establecer desde el vamos una relación simple con una labor que intuían abrumadora. En la cara interna de los doce paneles (panelitos) reticulados del baptisterio liliputiense, distribuyeron 3276 partículas (bloquecitos) de plastilina policroma para desplegar la rueda de colores de Itten. Riendo entre dientes, dictaminaron que los futuros bloques pesarían un cuarto de kilo cada uno, se obtendrían de igual forma por amasado a mano a partir de los tres colores primarios y los tres secundarios más blanco y negro, y serían movibles e intercambiables en los 3276 huecos de la retícula según una lógica a investigar. En el centro de la demencial miniatura, pusieron una lucecita. Y empapelaron su cielorraso y piso con papel espejo. Por último, se juramentaron construir el baptisterio de los colores a escala humana no para destinarlo a una sala de museo sino para que todo el mundo tuviera, como ellos, la posibilidad de experimentar la visión. Le notificaron este plan a su galerista, que tomó varias fotografías de la miniatura para hacerlas circular entre eventuales adeptos.
Al poco tiempo, un hombre curioso vio una de estas imágenes, y preguntó cuánto costaba la maqueta. Los artistas le hicieron llegar la razonada respuesta de que no estaba a la venta, ya que no constituía una obra escultórica en sí misma ni tampoco un artefacto pedagógico a la manera del “árbol de color” de Munsell. Cuando éste supo que la miniatura era el prototipo de un proyecto mayor, les ofreció una terraza de 2500 metros cuadrados a 25 metros sobre el nivel del mar para erigir el baptisterio Mondongo, prometiendo que todo aquel que quisiera ingresar en él en búsqueda de la reiteración de la visión podría hacerlo hasta el fin de los tiempos. Escasos años más tarde, se encontraría en el difícil trance de explicar las razones de su desmesura mediante un breve informe, que redactó con la asistencia de una mujer de blancos anteojos de carey, releyendo en vano a dos voces, para animarse, prosas tanto más musicales, más propicias: lejanas como las estrellas, irrepetibles como el baptisterio de los colores.
Andrés Buhar y Virginia Castro
Andrés Buhar y Virginia Castro

Muestra: Sin título
13 de noviembre 2024 al 20 de abril 2025
Martes a domingo, 13 a 20 h
—Todas esas cosas que tenemos en la cabeza —dijo Tigre moviendo un cenicero.
—Nunca terminaríamos de contarlo —contestó Dragón enrollando unas láminas más grandes que su esbelta cola.
—¿Y quién está hablando de cuentos? Es más bien un movimiento —replicó Tigre haciendo que las líneas negras de sus cejas se separen y desciendan hacia las orejas.
—Pero el movimiento también tiene narración —insistió Dragón con esa satisfacción que solo portan los animales mitológicos.
—Una disolución hacia la luz adentro de un cuadrado vacío —sentenció Tigre, a ver si su acompañante con alas comprendía que esto no era especulativo sino cuántico.
—Es el ojo cuerpo; el cuerpo oído.
—Es el cuerpo energía.
—Es la vida de lo no material.
—Vamos a hacer este juego: son tres fases y se empieza de abajo hacia arriba.
—Dato random: hoy se escapó una pitón a la que tenían de mascota.
—Dato no random: los búfalos son herbívoros.
—Si es un movimiento no debería haber fases. Como la reducción al infierno, purgatorio y paraíso.
—¡Claro! Esa es la organización del sacrificio, pero esta es una oscilación.
—Sin principio ni final. Por eso no hay cuento.
—Es un estar mirando y escuchando. Otra forma del relato u otra forma del destino.
—O de la paradoja. Pero tal cosa no existe si esto es un tránsito hacia la disolución.
—Estamos pensando en la disolución como desparramo, no cómo pérdida ¿si?
—Lo hiciste de nuevo.
—Si, dije la palabrita.
—Pero si es cuántico y nos entregamos a ese enlace de eventos…
—Llegamos al destello.
—Al círculo cromático.
—Al fuego que guarda todos los colores.
—A la transformación de lo material en aire.
ALBERTINA CARRI (Textos)
La mayoría de los mamíferos son daltónicos, pero nuestra especie desarrolló alrededor del fenómeno del color alquimias secretas y teorías científicas, sistemas enteros de equivalencias anímicas, sinestésicas y simbólicas, representaciones jerárquicas o aleatorias de dos y tres dimensiones, en un arco temporal que quizás haya comenzado con Aristóteles (que creía que cada individuo veía un color distinto).
Según la cosmovisión andina amazónica, la Wiphala surge del cruce de dos arcoíris, pero su organización definitiva en siete colores data del año 1979 y se debe en verdad al influjo de Isaac Newton, quien había elegido el número por analogía con las escalas musicales. Este ejemplo, entre muchos, nos pone sobre aviso de la existencia de vasos comunicantes entre la subjetividad y las teorías del color, algo que El Baptisterio de los colores (2021; 2024) del Grupo Mondongo toma como “piedra fundacional”.
Las doce caras interiores de este baptisterio remiten a las doce zonas del círculo cromático de Johannes Itten, el docente de la Bauhaus. Sus 3276 gradaciones cromáticas evocan, quizás, el diseño en cuadrante de una bandera identitaria (o los cambiantes juegos de luz contra los vidrios policromos de una catedral gótica). Esta “obra-arquitectura” erigida a la manera de un pantone hecho de plastilina nos convoca a inventar, en comunidad, una nueva liturgia del color.
Necesitamos desesperadamente edificios tan extraños como los que sueña Mondongo para ser felices otra vez.
ANDRÉS BUHAR & VIRGINIA CASTRO (Textos)