LA LAGARTIJA (2023).
Metilmetacrilato sobre asfalto
Medias varias x 120 metros.
Bajo el concepto de “juego revolucionario”, los situacionistas franceses pregonaron la idea de que el juego debía invadir la vida entera, rompiendo radicalmente con un tiempo y un espacio lúdicos limitados. Contra la existencia marginal del juego frente a la opresiva realidad del trabajo, impulsaron las formas experimentales de un “juego revolucionario” que nada tenía que ver con el retorno a estadios infantiles, sino que articulaba directamente con su ideario emancipatorio, que vieron materializarse (aunque por breve tiempo) durante el llamado mayo francés. Contra el principio de maximización del beneficio propio de la lógica capitalística, los situacionistas vieron en el juego el espacio paradigmático de lo dinámico, lo improductivo, lo participativo y lo grupal.
Algo de aquel viejo espíritu contestatario se percibe en una zona de la propuesta del artista urbano TEC, cordobés radicado hace más de diez años en San Pablo, Brasil. En lo específico, el ideal del “juego revolucionario” parece estar sobrevolando su producción de gran formato pintada sobre asfalto, para la cual (nada casualmente) TEC estiliza motivos como barriletes, lagartijas, pelotas de fútbol, peces, nadadores y escaladores, que subvierten los espacios prototípicamente destinados a las marcas viales. Al toparse con esa otra señalética (tan atrayente como inútil) diseñada por el artista, los peatones y automovilistas desprevenidos no pueden evitar sonreír.
La lagartija, comisionada al artista por la Fundación ArtHaus, es una de las obras sobre asfalto producidas en la Ciudad de Buenos Aires de mayor impacto. En uno de sus detalles, este saurio a lunares de 120 metros esconde el homenaje de TEC al movimiento contracultural de la pichação, que, originado en San Pablo en 1980 y con claras influencias del movimiento punk, sigue hoy plenamente vigente.
La pichação u ortografía estilizada de palabras inspirada vagamente en el alfabeto rúnico-escandinavo, es retomada por TEC para el dibujo de una de las garras de la lagartija, aunque esta evocación se realiza con una variante sustancial. Mientras los “pichadores” utilizan todos los espacios verticales (muros, ventanales, medianeras, paredes de los últimos pisos de los edificios) disponibles en la ciudad para desplegar su alfabeto, animados por un espíritu entre reivindicatorio y vandálico, TEC opta por un soporte horizontal que es de todos y de nadie: el asfalto. Lo hace, además, estableciendo un diálogo fructífero con los transeúntes y vecinos que convivirán luego con la obra en cuestión y a los fines de convocar a toda la comunidad a imaginar otros mundos posibles, más coloridos y alegres.
No solo la obra deviene entonces colectiva, sino también su modo de producción. De la misma imposibilidad técnica de pintar en solitario murales u obras de gran formato sobre asfalto, TEC desprende una novedosa forma de creación, colectiva, cambiante y plural. Entre sus colaboradores habituales se cuentan no solo otros jóvenes artistas urbanos sino también droneros. Gracias a los segundos, el artista ha vuelto sus creaciones irreverentemente visibles desde los cielos hipervigilados de nuestras grises metrópolis, al mismo tiempo que explora desde el año 2015 las posibilidades de la llamada “animación destructiva” (o stop motion), que hace que sus lagartijas, nadadores y escaladores “avancen” sobre el asfalto.
La lagartija, vista desde la escala humana, se nos aparece como una serie de curvas y manchas abstractas: las marcas viales de una urbe secreta. Que la lagartija de TEC desborde la diferenciación entre calle y vereda, que una zona de su cuerpo “se zambulla” bajo el asfalto, doblegando las líneas rectas que rigen el trazado de nuestra ciudad, también resulta de gran significación. Desde el ojo omnisciente del DRONE, intuimos que el simbolismo de la criatura de TEC (¿fertilidad? ¿resurrección? ¿rebeldía? ¿ecologismo? ¿renovación?) intrigará tanto a las generaciones futuras como a nosotros las líneas de Nazca, entre las cuales, por otra parte, ya existía también… otra lagartija.
Virginia Castro