Habitar el arte
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Toda virtualidad es geológica y política
Todxs tenemos un pedazo de China en el bolsillo. Son las llamadas “tierras raras”: minerales con que se fabrican las pantallas y baterías de nuestros teléfonos celulares y que se extraen en su gran mayoría del complejo minero de Baotou, uno de los lugares más contaminados del mundo, cuyos residuos tóxicos han formado un enorme lago radiactivo que es visible desde el espacio. La fantasía de total inmaterialidad que inviste a las tecnologías contemporáneas precisamente suprime esta realidad contaminante que las hace posibles. Es, también, la fuerte asimetría entre la duración de estos artefactos (programados para ser desechados en poco más de un año) y la temporalidad de millones y millones de años por los efectos tóxicos de su producción, que seguirán contaminando la Tierra mucho tiempo después de que la humanidad y la vida planetaria perezcan. Son las dos caras de un disco que gira a toda velocidad en direcciones antagónicas (la inmediatez cibernética contra la edad cósmica de los minerales sobre los que reposa, la inmaterialidad digital frente a los desechos cancerígenos de su fabricación), aquella sustancia paradójica y asimétrica que el trabajo de Florencia Levy pone en discusión: que toda virtualidad es geológica y política, que la abstracción de la realidad a puros datos informáticos sólo es posible a costa de violencias ecocidas contra cuerpos y territorios.
En 2016, Levy viajó a Baotou, ciudad de la región de Mongolia Interior de donde se extrae el 90% de las tierras raras que consume el mundo y en cuyas afueras yace el lago de residuos tóxicos más grande de la Tierra. Mientras filmaba, agentes de la Seguridad Nacional China la arrestaron y detuvieron durante seis horas. La interrogaron, requisaron su habitación de hotel y borraron todo el material que había registrado su cámara. La siguieron por el resto de su viaje, ya que pensaban que era una espía. Al regresar descubrió, sin embargo, que la policía había olvidado borrar una única foto que conservó su tarjeta de memoria, que es la expuesta en “Tierra de ciervos” (el significado de “Baotou” en idioma mongol). La foto retrata un espacio devastado e inerte, donde no parece haber rastro de los ciervos que dan nombre a la ciudad ni de ninguna otra forma de vida. Sin embargo, la foto inquieta por otro motivo. Por algo que parece ofrecer en su imposibilidad de decir. Tanto esta imagen como el video al que se accede por el código QR desconciertan menos por lo que muestran (de forma velada, debido a la censura policial) que por sugerir justamente la imposibilidad de representarlo. Nos dicen: aunque la policía no hubiera censurado, no habríamos podido verlo. Porque no está en una imagen, sino en el interior de nuestros celulares. Un instante ciego en que se revela lo que esconde el objeto más “común” de nuestra experiencia cotidiana: tierras “raras” y la violencia con que se extraen. Como quien arroja la escalera después de haber subido por ella, estas imágenes no incitan a la contemplación, sino a reflexionar por un sistema de extracción que destroza ambientes y enferma poblaciones. En ¿Qué es un dispositivo?, Agamben afirma que la única manera de desactivar el fetiche de la mercancía que anima a las tecnologías contemporáneas es profanarlas. Y acaso a lo que mueve este artefacto de Levy es a esa profanación, a desarmar baterías y pantallas y a “ver” lo que ninguna imagen puede representar: que la narrativa de pura inmaterialidad mágica, sin fisuras, de la tecnología digital no sería posible sin los minerales de miles de millones de años con que se fabrican y cuya extracción pone en grave riesgo la habitabilidad del planeta. Ese parece ser el desajuste sintáctico entre los nódulos polimetálicos y su exhibición en peceras de vidrio como impecables mercancías. Estas estructuras de vaga reminiscencia cerebral son acumulaciones de tierras raras y otros minerales que yacen en las profundidades oceánicas y obtienen su peculiar forma de la lenta acumulación sobre materiales marinos (como corales o dientes de tiburón). Son tan abundantes en el fondo del mar que se calcula que contienen millones de toneladas de minerales aún no explotados pero que, de extraerse mediante dragas, impactaría tremendamente en los ecosistemas marinos, contaminando aguas y extinguiendo cientos de especies. Aquí, el fascinante fetiche de la mercancía tecnológica, inmaterial y prístina es interrumpido, profanado, al dejar que emerja la violencia extractiva que esconde en su interior, un ready-made geológico, objet-trouvé del capitalismo extractivista, gracias al cual las tecnologías que movilizan nuestra experiencia cotidiana son posibles.
El trabajo de Levy activa una tensión entre el género paisaje y espacios arrasados por la extracción capitalista que vuelven imposible tal mirada, la defraudan. En 1948, el ensayista santiagueño Bernardo Canal Feijó acuñó el neologismo “despaisamiento”, para evidenciar la transformación radical de los montes de Santiago del Estero por la tala incontrolada de quebracho. De alguna manera, Levy documenta visiones despaisadas de un in-mundo no sólo al borde de una crisis planetaria, sino en el límite de la posibilidad de ser representadas. En «Tercer sedimento», la visión vertical de minas a cielo abierto en distintas partes del planeta tensiona la doble fantasía del capital, favorecida por los mapas satelitales, de que, por un lado, el mundo es un espacio matemático, plano, que se puede lotear, monetizar y extraer sus recursos apenas con un clic y, por otro, que esta visualidad puede omitir las violencias contra comunidades y territorios. Ya Achille Mbembe afirmaba en su Necropolítica que son muy distintos el control vertical y aéreo del espacio por tecnologías como el GPS (cuyo monopolio lo detentan las Fuerzas Armadas de Estados Unidos) y la experiencia territorial del sujeto colonizado, que es irregular, vulnerable, expuesta a toxicidades y restricciones en el movimiento. El trabajo de Florencia Levy justamente evidencia el violento desfase entre la inmaterial comunión globalizada del espacio que estas tecnologías al servicio del capital prometen y las injusticias ambientales que ocultan.
De manera semejante, “Lugar fósil” contrasta la abstracción capitalista del libre flujo e intercambio de bienes (expresado en el container marítimo, el cual, de acuerdo con Allan Sekula, es una función algebraica que, como el dinero, traduce personas y cosas a unidades contables) con un escrutinio de las toxicidades que su producción y extracción depositan en una ciudad abandonada de China. La voz impersonal de una estatua narra desde el futuro esta historia como el archivo planetario de ruinas y destrucciones que se revela con demasiada claridad en nuestro presente.
En el teatro griego, la función del coro era reponer las historias que ocurrían en otro tiempo y por eso no podían ser puestas en escena. En el año 2008, un grupo de geólogos propuso a la Comisión Internacional de Estratigrafía que, por las marcas de contaminación en los sedimentos de las piedras, el planeta Tierra ha ingresado en una nueva era geológica llamada “Antropoceno”, es decir, un tiempo que ya no pertenece a la humanidad, ya que la acumulación hiperbólica de toxinas producidas por la maquinaria capitalista permanecerá en la geología millones y millones de años después de que la especie humana desaparezca. El coro de Metahumanxs de Última Arquitectura, de alguna manera, restituye ese presente que nunca podremos ver: el de un tiempo en que plásticos, desechos químicos y radiactivos sobrevivirán a la desaparición de la vida en la Tierra como último testimonio de la especie. Estos ángeles cibernéticos de gestos espásticos no pueden sino evocar al Angelus Novus, aquel cuadro de Paul Klee que Benjamin célebremente juzgó una parábola del avance de la historia como una topadora que deja tras su paso escombros y ruinas. Pero, a diferencia del cuadro de Klee, estos ángeles maquínicos no son arrastrados hacia adelante, a lo que críticamente llamaríamos progreso. El huracán que los impulsa vertiginosamente, y al cual los metahumanxs dan la espalda, no los arroja al futuro, sino a un tiempo geológico de millones y millones de años que especulativamente será pasado, ese tiempo de lo planetario en el que alguna vez una especie llamada humana habrá dejado su huella final, y cuya polifonía arqueológica (imaginamos que a través de unos pocos celulares todavía no fallados) entonará este último canto de cisne:
Micro plásticos, toxinas, radioactividad
Es muy posible que existamos
en esto que observamos
Esta fue su última arquitectura
MICHEL NIEVA